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domingo, octubre 05, 2008

La patria y el dinero

Enric González/ elpais

Andrew Jackson nació el 15 de marzo de 1767 en una cabaña de troncos cerca de las montañas Uwharrie, hijo de inmigrantes norirlandeses. A los 13 años se sumó a las tropas de George Washington. Fue hecho prisionero, torturado, golpeado en la cara con un sable por un oficial inglés al que se negó a limpiar las botas. Su hermano, prisionero como él, murió de viruela. El resto de su familia, entretanto, murió de hambre. Después de la guerra estudió algo de leyes, lo suficiente como para ejercer la abogacía en territorios apenas colonizados, participó en la creación del Estado de Tennessee, fue elegido senador, dimitió, y se puso al frente de la milicia estatal, como coronel, para luchar primero contra los indios y luego contra los ingleses en la guerra de 1812. Participó en varios duelos que le dejaron dos balas en el cuerpo, una de ellas en un pulmón. Pasó toda su vida escupiendo sangre. Además, padecía de malaria y disentería.

Jackson era capaz de las mayores brutalidades. También era valiente, honrado y creía en un concepto que no figuraba, ni figura, en la Constitución de Estados Unidos: la democracia. En 1824 se presentó como candidato a la presidencia contra dos de los máximos representantes de la élite política y económica: John Quincy Adams, hijo del ex presidente John Adams y secretario de Estado, y Henry Clay, líder de la Cámara de Representantes. Jackson ganó en voto popular y en delegados. Pero no obtuvo la mayoría absoluta, lo que permitió a Adams y a Clay unir sus fuerzas; una votación en la Cámara dio la presidencia a Quincy Adams, y Clay fue nombrado secretario de Estado.

Cuatro años después, Jackson, convertido en héroe del pueblo, venció fácilmente las elecciones al frente de una nueva facción, el Partido Demócrata.

Todo esto viene a cuento de Wall Street. Luego explico por qué.

Tras su primer mandato y tras una cómoda reelección, el presidente Jackson decidió acabar con el Segundo Banco de Estados Unidos, una entidad privada, como todos los bancos emisores de la época, que centralizaba la política económica del país. El Segundo Banco funcionaba de forma extremadamente corrupta, en connivencia con los grandes hombres de negocios de la Costa Este y con los especuladores bursátiles. Sobornaba a la mayoría de los congresistas. Moral y políticamente, resultaba indefendible. Su fuerza era, como suele suceder en estos casos, la fuerza de los hechos: acabar con el Segundo Banco equivalía a acabar con la estabilidad monetaria, con la Bolsa, con las inversiones industriales y, al menos durante unos años, con la prosperidad.

Jackson, ya lo hemos dicho, era un hombre honrado y brutal. En 1832 utilizó el veto para rechazar una ley que renovaba la licencia del Segundo Banco para acuñar moneda. En 1833 acabó con el Segundo Banco, retirando de sus cajas los fondos gubernamentales para depositarlos en pequeños bancos estatales. Las consecuencias fueron las esperadas: una explosión del crédito, una inflación vertiginosa, el colapso de los bancos jacksonianos (los llamados pets), la catástrofe bursátil de 1837 y una depresión (la bajada generalizada de los precios: lo peor que puede ocurrirle a un sistema económico) que duró cinco años.

Contado así, Jackson puede parecer nefasto. En realidad, fue todo lo contrario. Se le considera uno de los mejores presidentes. Su destrucción del Segundo Banco, unida a otras dos decisiones cruciales, la extensión del derecho de voto a todos los hombres blancos mayores de edad y la elección popular de cargos como fiscales y jefes de policía, convirtió Estados Unidos en una democracia. Jackson sabía que el votante tendía a ser ignorante, corto de miras y egoísta. Sabía también que las élites, los tecnócratas, actuaban en bien del país. Y sabía, como sabemos todos, que el bien del país, lo que se llama el interés nacional, coincide siempre con los intereses de las élites.

El actual banco central estadounidense, la Reserva Federal, fue creado en 1913 por otro presidente demócrata, Woodrow Wilson, con capital mayoritariamente público y una estructura muy descentralizada. El recuerdo de Jackson seguía vivo.

Bastantes analistas, y quiero citar a Lluís Bassets, porque es amigo mío y porque su categoría profesional resulta indiscutible, criticaron el rechazo inicial de la Cámara de Representantes al plan de salvamento de Wall Street. En un artículo teñido de ironía, Bassets calificó la votación de "infame", porque "antes que la patria, todos preferían salvar su escaño". Creo, y reconozco mi osadía por llevarle la contraria (sospecho que en el fondo estamos de acuerdo) a un periodista tan experto como Bassets, que en eso consiste la democracia. El escaño lo dan los votantes, y los votantes "son" la patria. Lo otro son intereses de parte y tecnocracia.

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