Denuncias por vivienda

Contra la vivienda indigna. V de Vivienda. Todos juntos podemos.

sábado, noviembre 10, 2007

Sobrevivir en un piso patera

Jorge Valero
Gaceta de los Negocios
Madrid



En España, más de 200.000 inmigrantes residen en uno de los 10.000 micropisos que hay, en los que se ven obligados a vivir en malas condiciones hasta 10 personas en apenas 20 metros cuadrados.

“Es muy peligroso y asqueroso. A veces la Policía no se atreve a entrar y, cuando lo hace, llevan guantes”, asegura José, dueño de una droguería, frente al número 20 de la céntrica calle Almansa de Madrid. “Sobre todo no entres solo, vete siempre acompañado. No es una broma, es muy peligroso”, sentencia en el umbral de su negocio como un oráculo en busca de creyentes.

Pero detrás de ese demonizado portal no se huele el peligro ni se escucha un solo ruido. La corrala descansa durante el letargo de la mañana, y los tendederos llenos de ropa y los juguetes tirados por los pasillos son la única pista del hacinamiento.

Todo cambia con los primeros pasos del crepúsculo. Al término de la jornada laboral, este portal se agita con la vida de los 20 pisos patera que se apiñan. Son una muestra de las más de 10.000 viviendas de nuestro país en las que la Policía calcula que malviven hasta 20 personas en apenas 25 metros cuadrados.

Para María Ángeles, la única española que queda en los cuatro pisos del bloque, la realidad que le achucha cada día a escasos metros de su puerta le hace ignorar con desdén el resto de casos que pueda haber en nuestro país o las circunstancias que obligan a sus vecinos extranjeros a vivir en esas condiciones. “El trasiego y los gritos son constantes. La Policía tiene que venir cada semana”, protesta. “No es ir en contra de la inmigración, hay algunos que son normales, pero éstos no deberían vivir aquí”, se queja dejando el paso libre a una mirada de repulsa animal.

Agustina, una uruguaya que apenas lleva un mes en España, desoye los ataques con sobrada naturalidad. Se puede considerar afortunada porque vive sólo con sus tíos y sus dos primos en un piso de algo más de 20 metros cuadrados. Su tío Dionisio, que lleva ya cinco años en España, paga 600 euros por el alquiler de un habitáculo con dos habitaciones en las que el deterioro hace tiempo que ha ganado la batalla. “Nos gustaría vivir en un lugar mejor pero no tienes los avales que te exigen presentar”, lamenta el hombre.

Un piso más arriba vive Delaida. Esta boliviana se ha visto obligada a compartir su vida con una familia entera de ecuatorianos que le es extraña. La convivencia con otras ocho personas ha reducido a dos metros y medio su reserva vital en la que intenta proteger palabras como intimidad o descanso. Para tener este derecho, tiene que pagar 150 euros cada mes, la renta que paga María Ángeles por toda la vivienda. “Es complicado, pero así son las cosas. También podría ser peor”, sonríe.

A pesar de las malas condiciones de algunas de estas viviendas, todas las administraciones se ven atadas de pies y manos. Responsables de inmigración delegan en los ayuntamientos. Los consistorios, más allá de cosméticos observatorios locales, no terminan de meter la mano a un problema al que no le encuentran los asideros, y las organizaciones que trabajan con inmigrantes, como Cruz Roja, reconocen que estos lugares quedan lejos de su ámbito de actuación.

Cerrar la puerta

El miedo a la Policía o a un inesperado interés del extraño cierra las puertas, con adornos navideños perpetuos y pegatinas de banderas de países suramericanos que mantienen viva la hogera del patriotismo.

Doris se asoma a través de una púdica rendija. “Esto es vivir como en una lata de sardinas”, confiesa esta peruana, tras evitar en un primer momento hablar del asunto. Ella no tiene tanta suerte de poder presumir de su casa, ya que lo único que puede alquilar es una cama por unos 6 euros, que dejará en algunos días.

“¿Cuántos estáis?” Cuando va a responder se escuchan pasos en la escalera. “No puedo”, cierra la puerta. Poco después llega el casero, un extranjero que se interesa por los detalles de la conversación. Las paredes amortiguan la bronca: “¿Por qué has hablado con ese hombre? ¿No sabes que ahora mismo puede estar llamando a la Policía?”, le grita el propietrio. El silencio de Doris es toda su respuesta.

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