La falacia económica
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Tanto el problema del acceso a una vivienda digna como el de la precariedad laboral son debidos al error de considerar que todos los bienes económicos forman parte del mercado. Pero el ámbito de lo económico es mucho más amplio que el del mercado: ni las personas pueden ser reducidas a mercancías ni tampoco el suelo, que no es producido por nadie, sino que forma parte de la naturaleza.
La falsa identificación entre economía y mercado se ha llevado a la práctica en nuestras sociedades contemporáneas sin ningún fundamento teórico.
Desde David Hume, sabemos que no se puede confundir entre ser y deber ser. La mercantilización de hoy no es argumento para la mercantilización del futuro. Y quizás esa falacia de reducir lo económico a mercado sea algo de lo que nunca debió haber sido.
Fragmentos de Karl Polanyi, El Sustento del Hombre, publicado póstumamente con H.W. Pearson en 1977.
“Casi nunca es pertinente resumir la ilusión general de una época en términos de error lógico; aunque, conceptualmente, la falacia económica, no puede describirse de otra manera. El error lógico fue algo común e inofensivo: un fenómeno específico se consideró idéntico a otro ya familiar. Es decir, el error estuvo en igualar la economía humana general con su forma de mercado (un error que puede haber sido facilitado por la ambigüedad básica del término económico, al que volveremos después). La falacia es evidente en sí misma: el aspecto físico de las necesidades del hombre forma parte de la condición humana; ninguna sociedad puede existir si no posee algún tipo sustantivo de economía. Por otra parte, el mecanismo oferta-demanda-precio (al que popularmente se denomina mercado), es una institución relativamente moderna con una estructura específica, que no resulta fácil de establecer ni de mantener. Reducir la esfera del género económico, específicamente, a los fenómenos del mercado es borrar de la escena la mayor parte de la historia del hombre. Por otro lado, ampliar el concepto de mercado a todos los fenómenos económicos es atribuir artificialmente a todas las cuestiones económicas las características peculiares que acompañan al fenómeno del mercado. Inevitablemente, esto perjudica la claridad de ideas. […]
Si desde el principio la falaz identificación de los «fenómenos económicos» con los «fenómenos de mercado» era comprensible, después se convirtió en casi una necesidad práctica de la nueva sociedad y de la forma de vida que nació con los dolores de la Revolución Industrial. El mecanismo oferta-demanda-precio, cuya primera aparición dio origen al concepto profético de «ley económica», se convirtió rápidamente en una de las fuerzas más poderosas que jamás haya penetrado en el panorama humano. Al cabo de una generación -es decir; de 1815 a 1845, la «Paz de los Treinta Años», como la llamó Harriet Martineau- el mercado formador de precios que anteriormente sólo existía como modelo en varios puertos comerciales y algunas bolsas, demostró su asombrosa capacidad para organizar a los seres humanos como si fueran simples cantidades de materias primas, y convertirlos, junto con la superficie de la madre tierra, que ahora podía ser comercializada, en unidades industriales bajo las órdenes de particulares especialmente interesados en comprar y vender para obtener beneficios. En un período extremadamente breve, la ficción mercantil aplicada al trabajo y a la tierra, transformó la esencia misma de la sociedad humana. Esta era la identificación de la economía y el mercado en lo práctico. La esencial dependencia del hombre de la naturaleza y de sus iguales en cuanto a los medios de supervivencia se puso bajo el control de esa reciente creación institucional de poder superlativo, el mercado, que se desarrolló de la noche a la mañana a partir de un lento comienzo. Éste artilugio institucional, que llegó a ser la fuerza dominante de la economía -descrita ahora con justicia como economía de mercado-, dio luego origen a otro desarrollo aún más extremo, una sociedad entera embutida en el mecanismo de su propia economía: la sociedad de mercado. […]
El paso crucial fue que la tierra y el trabajo se convirtieron en mercancías, es decir, se trataron como si hubieran sido creados para la venta. Por supuesto, no eran realmente mercancías, ya que no habían sido producidas (como la tierra), y de ser así, no podían estar en venta (como el trabajo).
Si desde el principio la falaz identificación de los «fenómenos económicos» con los «fenómenos de mercado» era comprensible, después se convirtió en casi una necesidad práctica de la nueva sociedad y de la forma de vida que nació con los dolores de la Revolución Industrial. El mecanismo oferta-demanda-precio, cuya primera aparición dio origen al concepto profético de «ley económica», se convirtió rápidamente en una de las fuerzas más poderosas que jamás haya penetrado en el panorama humano. Al cabo de una generación -es decir; de 1815 a 1845, la «Paz de los Treinta Años», como la llamó Harriet Martineau- el mercado formador de precios que anteriormente sólo existía como modelo en varios puertos comerciales y algunas bolsas, demostró su asombrosa capacidad para organizar a los seres humanos como si fueran simples cantidades de materias primas, y convertirlos, junto con la superficie de la madre tierra, que ahora podía ser comercializada, en unidades industriales bajo las órdenes de particulares especialmente interesados en comprar y vender para obtener beneficios. En un período extremadamente breve, la ficción mercantil aplicada al trabajo y a la tierra, transformó la esencia misma de la sociedad humana. Esta era la identificación de la economía y el mercado en lo práctico. La esencial dependencia del hombre de la naturaleza y de sus iguales en cuanto a los medios de supervivencia se puso bajo el control de esa reciente creación institucional de poder superlativo, el mercado, que se desarrolló de la noche a la mañana a partir de un lento comienzo. Éste artilugio institucional, que llegó a ser la fuerza dominante de la economía -descrita ahora con justicia como economía de mercado-, dio luego origen a otro desarrollo aún más extremo, una sociedad entera embutida en el mecanismo de su propia economía: la sociedad de mercado. […]
El paso crucial fue que la tierra y el trabajo se convirtieron en mercancías, es decir, se trataron como si hubieran sido creados para la venta. Por supuesto, no eran realmente mercancías, ya que no habían sido producidas (como la tierra), y de ser así, no podían estar en venta (como el trabajo).
Sin embargo, jamás se concibió una ficción más efectiva en una sociedad, porque la tierra y el trabajo se compraban y vendían libremente, y se les aplicaba el mecanismo de mercado. Había oferta y demanda de trabajo; oferta y demanda de tierra. Por lo tanto, había precios de mercado para utilizar la mano de obra, los salarios, y un precio de mercado para el uso de la tierra, la renta. El trabajo y la tierra eran ofrecidos en sus propios mercados, similares a los de las mismas mercancías que se producían con su intervención.
El verdadero alcance de este paso sólo se puede estimar si recordamos que el trabajo es otra forma de llamar al hombre, así como la tierra es sinónimo de naturaleza. La ficción mercantil puso el destino del hombre y de la naturaleza en manos de un autómata que controlaba sus circuitos y gobernaba según sus propias leyes. Este instrumento de bienestar material estaba controlado exclusivamente por los incentivos del hambre y las ganancias o, dicho con más exactitud, el temor a carecer de lo necesario en la vida, o la esperanza de obtener beneficios. Con tal de que los desposeídos pudieran satisfacer su necesidad de alimento vendiendo primero su trabajo en el mercado, y con tal de que los propietarios pudieran comprar al precio más barato y vender al más caro, el molino ciego producía cada vez más mercancías para beneficio de la raza humana. El temor al hambre del obrero y el deseo de ganancia del patrón mantenían el mecanismo continuamente en funcionamiento.
Esta práctica utilitaria tan poderosa, lamentablemente, deformó la comprensión del hombre occidental de sí mismo y de la sociedad.”
Etiquetas: Karl Polanyi, la falacia económica, sociedad de mercado
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