Denuncias por vivienda

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lunes, noviembre 26, 2007

El aire de la Cañada Real Galiana huele a cuchillos

A. Martín-Aragón/ Gaceta de los Negocios
Madrid


Los chabolistas más pendencieros prometen responder con navajazos a quienes pretendan demoler sus casas

Ama las navajas y los árboles. Una vez le apuñalaron en el vientre bajo la copa de un chopo. Se quedó sentado contra el tronco, observando la danza arrítmica de las ramas y la fuga confusa de las hojas en una mañana de otoño, sorprendido de que la vida pudiera ofrecerle algo de belleza precisamente cuando se le esfumaba del cuerpo en un vómito de sangre. Un gitano había sido más hábil que él en el manejo de la navaja. Un gitano joven y apasionado, como él. Un gitano que habitaba una chabola cercana a la suya.

Mariano Vega sobrevivió y se hizo hombre. Le hubiera gustado ser guitarrista, pero se quedó en chatarrero. Ahora, cinco años después de aquel duelo a cuchillo, vive feliz en una casucha construida a base de tablones de madera en un tramo de la Cañada Real Galiana. El pasado octubre, fue testigo de los enfrentamientos entre la policía y los chabolistas de origen magrebí que se negaban a ser desalojados de sus nauseabundas residencias. Corrió la sangre; volaron piedras; alaridos de batalla turbaron la paz de los campos madrileños. Más barbarie que heroísmo. Más golpes bajos que nobles forcejeos.

Mariano sonríe cuando se le pregunta si emplearía la violencia para defender su territorio, como hicieron las hordas marroquíes. “Hace años que guardé la navaja. Que no me obliguen a sacarle brillo. Vivo aquí desde hace mucho tiempo. Ningún policía me echará abajo la casa. Además, yo no soy moro: soy español”, advierte, haciendo aspavientos cargados de teatralidad frente a la fachada de su vivienda.

Es una mañana de otoño. Los estornudos de un viento suave pero fresco empujan y agitan, a intervalos, las hojarascas de bronce que alfombran la tierra. Mugen los camiones de basura que se dirigen al vertedero. Parecen saurios enfermos que fueran a defecar los excrementos de toda una existencia dedicada al exterminio. Cuatro chabolas al sur, un hombre se clava una jeringuilla en el brazo izquierdo, delgado como una banderilla sin adornos. Un gato cubierto de orines le observa impávido.

Entretanto, el joven chatarrero se golpea el pecho con los puños a la manera de un gorila. Hombres y mujeres de su misma raza le rodean mientras le aplauden e incitan a la lucha. Le consideran su líder, su señor de la guerra particular e intransferible. Un hombre que no permite que manchen el nombre de la familia. “Mis hermanos y primos piensan como yo”, asegura. Vítores, palmas, silbidos. Un señor de avanzada edad, robusto y alto, que luce una plateada perilla de bolchevique harto de inútiles revoluciones, brota del anillo del clan, se acerca a Mariano y le exige cordura. “No le haga caso -me pide-. Somos personas de paz. Jesús es nuestro guía”.

Es el tío del chatarrero, un pacífico gitano que se espanta al oír consignas de guerra y que no deja de pronunciar protocolarias condenas contra las drogas y los burdeles. Eso no le impide echar pestes contra los gitanos rumanos que han ido poblando la cañada desde hace cosa de un lustro. “Ellos tienen la culpa. Deberían echarlos: han traído el mal, los vicios, las drogas y las putas. Esos extranjeros corrompen a nuestros jóvenes, los pudren el alma y el cuerpo. Y ahora el Gobierno quiere que paguen justos por pecadores. Quieren que nos vayamos todos, sin hacer distinciones”.

Mariano niega con la cabeza. “Habrá camorra si nos vienen a molestar -promete-. Porque esta tierra es nuestra, como lo son nuestras manos y nuestros pelos”. Le vuelven a aclamar. El tío se desespera. “Me voy a rezarle a Jesús”, dice taciturno, y desaparece. Mariano vuelve los ojos a mí y me asegura que no quiere morir ni tampoco matar a nadie. “Me gusta vivir, disfrutar de los pocos árboles que tenemos por la zona y del paisaje que se ve a lo lejos. Me gustaría envejecer aquí. Pero si no me dejan, moriré aquí mismo”. Su sonrisa cobra entonces el resplandor de una catana.

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