Las ostras
No necesito forzar mucho la memoria para recordar con todo detalle un lluvioso crepúsculo de otoño durante el cual me encontraba con mi padre en una de las calles más concurridas de Moscú y sentía que se iba apoderando de mí una extraña dolencia. Nada me hace daño, pero las piernas se me doblan, las palabras se detienen atravesadas en la garganta, la cabeza se me inclina, inútil, hacia un lado… Por lo visto, me voy a caer de un momento a otro y perderé la conciencia.
De haber ingresado en un hospital, en aquellos momentos, los doctores habría debido escribir en mi tablilla: Fames, enfermedad que no figura en los manuales de medicina.
Tengo a mi lado, en la acera, a mi padre, con un raído abrigo de verano y un gorro de punto del que asoma un blanquecino trozo de guata. Lleva en los pies grandes y pesados chanclos. Hombre vanidoso, temiendo que la gente vea que lleva los chanclos calzados en el pie desnudo, se ha puesto unas polainas.
Este pobre estrambótico, un poco simple, por el que siento yo tanto cariño cuanto más roto y sucio se le vuelve su elegante abrigo de verano, ha llegado hace cinco meses a la capital en busca de una plaza de escribiente. Se ha pasado los cinco meses dando vueltas por la ciudad, ha pedido trabajo, y sólo hoy se ha decidido a salir a la calle a pedir limosna…
Delante de nosotros se levanta una gran casa de tres plantas con un rótulo azul: “Posada”. La cabeza se me inclina débilmente hacia atrás y hacia un lado, de modo que, sin querer, en lo alto de las iluminadas ventanas de la posada. Por las ventanas se ven pasar figuras humanas. Se adivina el lado derecho de una pianola, dos oleografías, lámparas colgantes… Me fijo en una de las ventanas y distingo una mancha blancuzca. La mancha es inmóvil y sus contornos rectilíneos se destacan netamente sobre un fondo marrón oscuro. Aguzo la vista y reconozco en la mancha un blanco rótulo mural. En él hay algo escrito, pero no se ve qué es…
Durante una media hora no aparto la vista del rótulo. Éste, con su blancura atrae mis ojos y parece que me hipnotiza el cerebro. Me esfuerzo por leerlo, pero mis esfuerzos resultan vanos.
Por fin, la extraña dolencia recaba lo suyo.
El ruido de los coches comienza a parecerme un trueno, en la hediondez de la calle distingo miles de olores, en las lámparas de la posada y en los faroles de la calle mis ojos ven relámpagos cegadores. Mis cinco sentidos están tensos y perciben por encima de lo normal. Comienzo a ver lo que antes no veía.
“Ostras…”, descifro en el rótulo.
¡Extraña palabra! He vivido en la tierra exactamente ocho años y tres meses y no he oído esa palabra ni una sola vez. ¿Qué significa? ¿No será el apellido del dueño de la posada? ¡Pero los rótulo con los apellidos se cuelgan encima de las puerta y no en las paredes!
-Papá, ¿qué significa “ostras”? –me pregunto con voz ronca, esforzándome por volver la cara del lado de mi padre.
Mi padre no me oye. Observa los movimientos de la muchedumbre y acompaña con la vista a cada uno de los que pasan… Veo en sus ojos que quiere decir algo a los transeúntes, pero la palabra fatal cuelga como una enorme pesa de sus temblorosos labios y no logra soltarse. Llegó incluso a dar unos pasos tras un viandante y a tirarle débilmente de la manga, pero cuando éste se volvió, él dijo “perdón” y retrocedió confuso.
-Papá, ¿qué significa “ostras”? –repito.
-Es un animal… Vive en el mar…
En un instante me imagino ese desconocido animal marino. Debe de ser como algo intermedio entre el pez y el cangrejo. Como es marino, con él deben de preparar, claro está, sopa caliente, muy sabrosa, con pimienta aromática y hoja de laurel, sopa algo ácida y picante con las ternillas, salsa de cangrejo, un plato frío con rabanillos… Me imagino vivamente cómo traen del mercado este animal, lo limpian aprisa, lo meten aprisa en el puchero… aprisa, aprisa, porque todos tienen ganas de comer… ¡y unas ganas terribles! De la cocina llega olor de pescado frito y de sopa de cangrejo.
Noto cómo este olor me hace cosquillas en el paladar, en la nariz, cómo poco a poco va apoderándose de todo mi cuerpo… La posada, mi padre, el rótulo blanco, mis mangas, todo despide este olor, todo huele tanto que empiezo a masticar. Mastico y engullo como si realmente tuviera en la boca un pedazo de animal marino…
Las piernas se me doblan por el placer que experimento y, para no caerme, agarro a mi padre de la manga y me estrecho contra su húmedo abrigo de verano. Mi padre tiembla y se encoge. Tiene frío…
-Papá, ¿las ostras son comida de vigilia o de carne? –pregunto.
-Se comen vivas… -me dice mi padre-. Están en conchas, como las tortugas, pero… de dos mitades.
El sabroso olor deja instantáneamente de cosquillearme el cuerpo y la ilusión desaparece… ¡Ahora lo comprendo todo!
-¡Qué porquería –murmuro-, qué porquería!
¡Así, esto es lo que significa “ostras”! Me imagino un animal parecido a una rana. La rana está en una concha y desde ella mira con ojos grandes, brillantes y mueve sus repugnantes mandíbulas. Me imagino cómo traen del mercado este animal en su concha, con sus tenazas, sus ojos brillantes y su piel viscosa… Los niños se esconden todos, y la cocinera, con su mueca de asco, lo coloca en un plato y lo lleva al comedor. Las personas mayores lo toman y lo comen… ¡lo comen vivo, con ojos, dientes y patas! El animal chilla y procura morderles los labios…
Hago una mueca, pero… pero ¿a pesar de todo, los dientes se me ponen a masticar? El animal es abominable, es repugnante, es terrible, pero yo lo como, lo como con avidez, temeroso de percibir su sabor y su olor. Ya he comido uno, veo los ojos brillantes del segundo, del tercero… También me como éstos… Finalmente, me como la servilleta, el plato, los chanclos de mi padre, el rótulo blanco… Me como todo lo que me cae bajo la mirada porque siento que sólo comiendo me pasará la dolencia. Las ostras miran pavorosas con sus ojos, son repulsivas, tiemblo sólo al pensar en ellas, pero ¡quiero comer! ¡Comer!
-¡Denme ostras! ¡Denme ostras! –exclamo con un grito que me sale del pecho a la vez que tiendo los brazo hacia delante.
-¡Ayúdennos, señores! –oigo que dice en ese momento la voz sorda y ahogada de mi padre-. Da vergüenza pedir, pero ¡Dios mío! ¡no puedo más!
-¡Denme ostras! –grito tirando de mi padre por los faldones de su abrigo.
-¿Es que comes ostras tú? ¡Tan pequeño! –oigo que dicen a mi lado, entre risas.
Ante nosotros se han detenidos dos señores con sombrero de copa que se ríen y me miran.
-¿Tan pequeñajo y comes ostras? ¿De veras? ¡Es interesante! ¿Y cómo las comes?
Recuerdo que una mano poderosa me arrastra hacia la posada iluminada. Un minuto después, se reúne en torno mucha gente que me contempla, riéndose, llena de curiosidad. Estoy sentado a una mesa y como algo viscoso y salado que huele a humedad y musgo. Como con avidez, sin masticar, sin mirar y sin enterarme de lo que como. Me parece que si miro, veré, sin falta, ojos brillantes, tenazas, ojos afilados…
De pronto comienzo a masticar duro. Se oyen unos crujidos.
-¡Ja, ja! ¡Come las conchas! –se ríe la gente-. Tontuelo, ¿es que se puede comer esto?
Después, me acuerdo de una red espantosa. Estoy tumbado en mi cama y no puedo conciliar el sueño por los ardores que tengo y debido al raro sabor que noto en mi boca irritada. Mi padre va y viene de un extremo a otro de la habitación y gesticula con los brazos.
-Me parece que me he resfriado –balbucea-. Siento algo en la cabeza… como si alguien se me hubiera asentado en ella… O quizás es porque no… eso… no he comido hoy… La verdad es que soy raro y tonto… Veo que esos señores pagan diez rublos por las ostras, ¿por qué no acercarme y pedirles algo… prestado? Probablemente me lo habrían dado.
De madrugada me duermo y veo en sueños una rana con tenazas, metida en una concha y moviendo los ojos. Al mediodía, la sed me despierta y busco con la mirada a mi padre: él aún va y viene gesticulando…
Primero relatos, Antón P(ávlovich) Chéjov (en versión de Augusto Vidal)
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