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martes, septiembre 02, 2008

Por unos pactos económicos

Antonio Papell/ elperiodico

Entre otras propuestas anticrisis, y en el fragor del debate sobre la gravedad y las terapias del problema que nos está sobrecogiendo y que nos mantiene angustiados al borde de la recesión, se ha mencionado la posibilidad de reproducir unos Pactos de la Moncloa. Estos, como se recordará, fueron suscritos por los principales partidos con representación parlamentaria y las organizaciones sindicales y empresariales en octubre de 1977 --cuatro meses después de las primeras elecciones democráticas--, a instancias del ilustre economista Fuentes Quintana, a la sazón responsable de Economía del Gobierno de UCD bajo la presidencia de Adolfo Suárez.

Se trataba de afrontar la pésima coyuntura económica y evitar así que las circunstancias materiales adversas frustraran la apertura política de la transición, que en aquellos momentos era la gran aventura preferente de los españoles. El portavoz de CiU en el Congreso, Josep Antoni Duran Lleida, ha sugerido la posibilidad de recuperar aquella iniciativa en varias ocasiones.

AQUELLOS pactos tenían por objeto reducir las acaloradas reclamaciones de unas organizaciones políticas de izquierda y unos sindicatos recién salidos de la clandestinidad, cercanos a las tesis de la lucha de clases y, por lo tanto, poco avezados en la concertación social; se trataba de lograr cierta contención salarial y una reducción del gasto público que, en combinación con unas políticas económica, monetaria y fiscal adecuadas, permitieran estabilizar relativamente la economía, que en aquel momento, sin haberse repuesto aún de la crisis mundial de 1973, registraba una inflación galopante.

Hoy las circunstancias son muy distintas. Los sindicatos han adquirido una madurez y una solvencia admirables. La concertación social es constante. La izquierda política ya ni siquiera postula la redistribución fiscal, sino la igualdad de oportunidades en el origen que brindan unos grandes servicios públicos universales de calidad. ¿Qué habría, pues, que pactar entre quienes ya están de acuerdo en casi todo?

Citar, en fin, el precedente de los Pactos de la Moncloa es incurrir en un anacronismo, pero ello no significa que no haga falta racionalizar ciertos consensos en relación con las limitadas capacidades actuales del poder político para influir en la economía. De hecho, existe la generalizada convicción, muy reiterada y certera, de que ha periclitado un modelo de crecimiento basado en la construcción y en la demanda interna, de forma que estamos obligados a edificar un nuevo modelo basado en la demanda exterior, lo que exige la previa conquista de la productividad para que nuestras exportaciones sean competitivas.

Pues bien: este deslizamiento hacia un nuevo modelo de crecimiento mediante oportunas políticas de inversión y de gasto es lo que habría que pactar, de manera que se evitasen los inconvenientes vaivenes ligados a las naturales alternancias políticas.

En síntesis, el crecimiento de la productividad ha de ser el fruto de la inversión en políticas educativas --en la mejora del capital humano-- y en I+D+i. Nuestro sistema educativo, que recibe sistemáticamente mediocres calificaciones en los cómputos europeos, vive lánguidamente de una financiación escasa y se ha visto afectado, además, por la agitación de una mudanza normativa demasiado frecuente. Por ello mismo, y aunque la educación no ha formado tradicionalmente parte del núcleo de consenso de las grandes democracias, quizá nosotros deberíamos abordar aquí el experimento de negociar un gran pacto que fije una inversión suficiente y, sobre todo, un modelo estable, tanto en las enseñanzas medias como en el ámbito universitario.

Es una obviedad, pero no está de más mencionarla: si nuestro país consiguiera ponerse a la cabeza de Europa en educación, no solo habría culminado con éxito la aventura de cambiar de modelo de desarrollo, sino que estaría en condiciones óptimas para ejercer un claro liderazgo en la realidad globalizada que nos abarca.

EN EL TERRENO del I+D+i, nuestro país ha tomado conciencia de la necesidad de actuar con decisión, pero partíamos de cotas tan exiguas que el esfuerzo realizado en los últimos años ha dado de momento escasos frutos. Sin duda, la excelencia en la educación universitaria crearía por sí misma la necesidad natural de incrementar exponencialmente tales inversiones, en las que la iniciativa pública debe cebar la bomba de la inversión empresarial privada. La simbiosis entre Universidad y tejido económico encuentra en este planteamiento su expresión más cabal. Y, por supuesto, tales objetivos se alcanzarían más fácilmente a través de un pacto técnico entre los dos grandes partidos.

Un pacto que no necesariamente tendría que exhibir grandes formalidades materiales. Sería suficiente con que las dos principales fuerzas y las principales minorías interesadas en esta cuestión vital mantuvieran una institución discreta y permanente de coordinación --del estilo de la que gestiona el Pacto de Toledo-- que planificara las actitudes comunes en educación y en I+D con el auxilio de los principales expertos en estas materias. Tal iniciativa sí que podría garantizarnos la conquista del futuro por el sistema de una fecunda acumulación de fuerzas.

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